Tanto por su estilo como por sus reflexiones, la biografía intelectual de Agustín de Hipona (354-430) es inseparable del contenido final de su filosofía.
El amor a la filosofía lo adquirirá a partir de la lectura del Hortensius de Cicerón, lectura que formaba parte de la cultura literaria de la época. A partir de su conversión descubrirá que la filosofía y la religión comparten una causa común que es la búsqueda de la felicidad. Primero está en contacto con los maniqueos que lo pretenden explicar todo como una lucha continua de dos principios originarios: el Bien y el Mal (luz y oscuridad). Agustín interpretará finalmente que el Mal no es tan originario como el Bien. A partir de su conocimiento del Neoplatonismo, Agustín interpreta que el mal es justamente la privación, la nada, la carencia de ser.
Más tarde estará en contacto con las doctrinas escépticas de los académicos, lo que le servirá para reconocer los límites de la razón humana, y que, por lo tanto, debe haber una instancia superior a la razón. Así, de la duda puede surgir la certeza. De estas reflexiones parece casi copiado el cogito cartesiano. “Debemos creer porque no podemos ver” y “En el hombre interior habita la verdad”. Del Neoplatonismo Agustín recoge tanto el valor de la interioridad humana como la concepción del mal como privación.
AGUSTÍN DE HIPONA

En la actividad teórica de delimitar una interpretación del cristianismo (que resultará ser la oficial) polemiza contra otros movimientos cristianos heterodoxos:
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El Maniqueismo. De ello ya hemos hablado.
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El Pelagianismo defiende que al hombre no le afectan las consecuencias del pecado original y que por lo tanto no necesita la acción de la Gracia para salvarse. El hombre puede hacer el Bien y salvarse por sus propios medios, sin la ayuda de Dios.
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El Gnosticismo cristiano relacionado con la secta anterior, defiende que la salvación radica en el conocimiento de la divinidad, pero este conocimiento depende única y exclusivamente del esfuerzo del hombre.
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El Donatismo rechaza el poder terrenal de la Iglesia y aboga por una separación total entre la Iglesia y el Estado. Como veremos, la tesis agustiniana (Cesaropapismo) está en el extremo contrario.
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El Arrianismo defiende que Padre e Hijo son seres diferentes, es decir, no acepta el misterio de la Trinidad.
Sobre la relación entre fe y razón
No se puede decir que este sea un gran tema de la patrística, ni de Agustín, sino más bien un tema que ha interesado a filósofos posteriores y, sobre todo, a los historiadores de la filosofía.
Para Agustín, la función de la razón es la de dar cobertura a la fe, es decir, comprender lo que la fe nos proporciona: creed y entenderéis. No tiene sentido hablar de algo así como una demostración de la existencia de Dios, sino de la mostración de Dios a cada uno en su interior.
Lógicamente, de esta manera queda la filosofía subordinada a la teología, aunque en realidad no hay una clara línea divisoria entre ellas.
Teoría del conocimiento
El camino para Agustín es la búsqueda de la verdad, pero esta verdad es entendida, en sentido griego, como sabiduría y, más en concreto, en el sentido helenístico, como portadora de felicidad. Así, también en la filosofía de Agustín podemos encontrar una teoría del sabio como aquél que sabe vivir. Este conocimiento, igual que para Platón, es conocimiento interior, pero, en lugar de explicarlo a través de la teoría platónica de la anámnesis (lo que implicaría una preexistencia y trasmigración del alma contraria a la fe cristiana), el conocimiento interior se explica por la iluminación divina. Dios es la luz interior que nos ayuda a encontrar el camino (Deus absconditus). Sin Él estaríamos perdidos.
De acuerdo con su formación platónica, Agustín distingue tres niveles o grados de conocimiento:
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El conocimiento sensible: Al igual que en Platón, no sirve como conocimiento puesto que es continuamente variable. No es fiable, aunque tiene valor en sus propios límites. En la mirada interior distingue un “sentido interno” que es la unidad de la conciencia que organiza la experiencia.
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El conocimiento racional: Tanto si miramos a las matemáticas como las leyes morales, descubrimos un campo de verdades eternas (inteligibles) que nos aproximas a las ideas de la mente divina. Frente al conocimiento sensible que es exterior, éste es interior, lo descubrimos en nosotros mismos, puesto que es Dios que está presente en cada uno de nosotros. Agustín comienza el camino de interiorización de manera semejante al cartesiano: “si me engaño, existo”. Se llega a una certeza del “yo pienso” que no es sensible, ni del sentido interior, sino de la razón.
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El conocimiento contemplativo (o intelectual): El conocimiento más elevado sería la pura contemplación de las Ideas Eternas, y sobre todo de la Idea del Bien, es decir, la presencia de Dios en nosotros. La Gracia divina se manifiesta por medio de la Iluminación. Esta verdad es universal, necesaria e inmutable. La verdad es Dios mismo. Agustín contrapone siempre la inconmensurabilidad entre finito e infinito.
Por ello también se puede distinguir entre la ciencia (el conocimiento de las cosas temporales, ratio) y la sabiduría (el conocimiento de las verdades eternas, intellectus).
Hemos de tener en cuenta que, a diferencia de Platón, Agustín no puede aceptar la anamnesis como teoría del conocimiento, ya que el alma no es eterna en el cristianismo, sino simplemente inmortal. Agustín defiende al respecto la tesis del traducianismo, es decir, que el alma es creada por los padres en el mismo momento en que se crea el cuerpo.
Antropología
Se puede decir que, en cierto modo, la preocupación antropológica es la fundamental para Agustín, ya que el núcleo de su filosofía es la salvación del hombre. Esto es lo que entendemos tradicionalmente por “cuidado del alma”.
Respecto a la estructura y constitución del alma, Agustín acepta la división clásica de las facultades: vegetativa, sensible e intelectiva, pero, a la vez, también divide en Ser (Memoria), Saber (Inteligencia) y Amor (voluntad). Esta última Trinidad es una analogía clara con la trinidad divina.
Moral y Política
El hombre es un compuesto, de acuerdo con la tradición, de cuerpo y alma. Como sabemos, el alma tendría que dirigir el cuerpo, pero, por la acción del pecado original el alma no tiene suficiente fuerza. Al contrario de lo que defiende el Pelagianismo, el hombre vive, de manera originaria, en el pecado. El hombre es un ser caído del paraíso. De esta manera, la moral queda desligada al conocimiento, como ya había pasado con el intelectualismo moral, y a partir de ahora, quedará ligada a la voluntad (y a la fe, que tiene que ver con la voluntad). Es decir, ya se puede decir que el hombre es malo porque quiere serlo. Aunque es cierto que la voluntad del hombre se ha debilitado con el pecado original. Sólo por medio de la Gracia puede llegar a transformarse el libre albedrío (la capacidad innata de decisión) en verdadera libertad.
Por otro lado, también hay que valorar las implicaciones morales de su concepción del Mal, opuesta a la maniquea. Que el Mal no sea un principio originario ofrece la posibilidad de la responsabilidad moral y la negación de la predestinación.
En relación con la POLÍTICA, Agustín habla de la existencia de dos ciudades (no ciudades reales, sino ideales). En primer lugar, hay una ciudad terrenal (ejemplificada por Babilona). Es aquella comunidad de hombres que no siguen los dictados divinos, sino los humanos. Está fundada por el amor propio. Esta ciudad no se puede eliminar, ni esto sería aconsejable. En segundo lugar está la ciudad celestial (ejemplificada por Jerusalén), que es la comunidad de hombres que siguen los dictados divinos por encima de cualquier otro. Esta es la ciudad fundada por el amor a Dios.
Estas ciudades no son excluyentes, ya que el poder humano (el poder temporal) sólo puede organizar ciudades terrenales. Esto sólo quiere decir que la ciudad terrenal tiene que estar supeditada y orientada por la celestial. Es decir, que la ciudad de los hombres también tiene que regirse por intereses espirituales. La teoría política que está fundamentando aquí Agustín es de suma trascendencia para la historia de Europa, ya que en ella se basará el poder terrenal de la Iglesia (que llegó a ser mucho en la Edad Media). Esta teoría se llama cesaropapismo: el Estado tiene que estar sometido a la Iglesia, a la comunidad de los cristianos organizada. Es la posición contraria a la defendida por el Donatismo.
Muy ligada a su concepción política está su filosofía de la historia, o más bien teología de la historia, ya que su concepción de la historia está plenamente basada en las Escrituras. Por ello, es escatológica, lo que quiere decir que la historia tendrá un final. El último momento de la historia es el tiempo de la salvación. Sólo en función de la segunda venida de Cristo y de su poder intemporal tiene sentido la organización del poder temporal.
Sobre la creación
La creación se produce a partir de la nada según las ideas eternas de la mente divina (ejemplarismo divino). La creación es un acto único, ya que también es creación del tiempo y creación del plano de la historia en el tiempo. Las cosas no son creadas ya en su estado actual sino como semilla que se desarrollará en el tiempo, con lo que se dispensa a Dios de la tarea de tener que intervenir a cada momento en el curso de la historia.
Desde la perspectiva ontológica es especialmente interesante la reflexión agustiniana sobre el tiempo. Para él, el tiempo está en relación directa con la memoria. Por otro lado está la eternidad, que es inconmensurable respecto al tiempo.
Para él, la creación del mundo es la creación del tiempo. Dios (eterno) está fuera del tiempo. El tiempo sólo se puede medir con relación a aquello que no cambia y esto es la conciencia. La contradicción del tiempo que, en sentido estricto, no es, desaparece si buscamos dentro: el tiempo es una cierta distinción del alma que hace posible la coexistencia de pasado y futuro en el presente. El hombre como ser finito tiene conciencia del transcurrir, y eso es el tiempo.
El entender el tiempo como criatura da una nueva concepción de la historia con principio y fin. La concepción de la historia resultante es lineal y de progreso: es la historia de la salvación.