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H. Arendt (Alemania 1906-EE.UU. 1975) pertenece a ese nutrido grupo de intelectuales alemanes de origen judío que tuvieron que huir (y pudieron hacerlo) de su país como consecuencia del régimen totalitario nacionalsocialista anterior a la segunda guerra mundial.

 

Como tantos otros exiliados, en realidad refugiados políticos, Arendt emigró a Estados Unidos que, como símbolo de la libertad de iniciativa, de alguna manera representaba el extremo contrario del totalitarismo vivido en la Alemania prebélica. Todo esto es claramente manifiesto en su obra que comienza con un estudio sobre el fenómeno del totalitarismo (Los Orígenes del Totalitarismo, 1951). Ya en esta obra ve el totalitarismo como un acontecimiento absolutamente específico del s. XX, claramente diferenciable de cualquier tiranía o del autoritarismo de otras épocas y que está relacionado con la confusión entre lo público y lo social que ya se da de manera inevitable en las sociedades capitalistas avanzadas aunque lleven el rótulo de “democracia”. El totalitarismo es así una tentación siempre presente en la democracia.

 

HANNAH ARENDT Y EL TOTALITARISMO

Este punto de partida le llevó a estudiar las características propias de la Vida Activa tal y como había aparecido en la Antigüedad llegando a una clara distinción entre las categorías de trabajo, producción y acción.

 

1) El ser humano tiene que trabajar para subsistir. El trabajo implica una serie de tareas de las que no permanece ningún fruto para el futuro. Todo lo producido en el trabajo se consume de manera inmediata y nos devuelve a la constante condición de indigencia material que supone la vida humana, finita y mortal. Necesitamos del trabajo que se autoconsume cada día. El trabajo no está relacionado con el ejercicio de nuestra libertad, sino que, por el contrario se inserta en el contexto de nuestra finitud: la mayoría de nosotros no podemos elegir el trabajar o no en el mismo sentido que no elegimos sobrevivir o no. El trabajo no es agradable: la palabra, de hecho, proviene del latín “tripalium” que era una tortura utilizada en la Edad Media. El trabajo es una actividad que nos acompaña como humanos a lo largo de toda nuestra vida, y que nos hace humanos (ni Dios ni los animales tienen que trabajar) en el sentido en que es algo con lo que tenemos que cargar. En el mismo mito bíblico de la fundación de la humanidad (y también en los de otras tradiciones) el trabajo es concebido como un castigo de Dios. Es el castigo mismo en que consiste la humanidad, ya que a través de su inevitable reiteración nos recuerda constantemente nuestra finitud, nuestra batalla contra la muerte que, al final, siempre hemos de perder.

 

2) Otra actividad típicamente humana es la producción. Cuando la civilización adquiere la suficiente complejidad como para que aparezca la división del trabajo, se hace posible la existencia de personas que realizan productos destinados a durar y perdurar más allá de los estrechos límites de la vida individual. La producción abarca desde un simple utensilio de cocina a una catedral. Toda obra humana, tenga utilidad o no, sea obra de arte o artesania, escapa a los estrechos límites del trabajo, es hecha para ser utilizada una y otra vez o para quedar en la memoria de los hombres. En este sentido se puede decir que la producción apunta a aquella aspiración humana de perennidad, de inmortalidad. Lo producido también nos precede, y, en este sentido nos proporciona las señas de nuestra identidad: así ocurre con la casa familiar o la iglesia del pueblo o las calles de la ciudad o los libros que hemos leído. H. Arendt es muy clara al respecto, la producción no es ni más ni menos que la creación de un mundo.

 

3) Por último, hay una actividad que no dejamos de ejercer en tanto que humanos junto a cualquier otra: el comportarnos respecto a... (los otros, el mundo o nosotros mismos). La acción constituye para Arendt el campo específico de la política puesto que se inserta en el reino de la libertad y de la virtud, en el terreno de lo público donde cada cual es conocido “por sus acciones y sus discursos”. Esto es lo que ella llama el "terreno de la iniciativa" y se muestra de manera palmaria en la democracia ateniense.

 

Este esquema tan claro de la Vita Activa que Arendt describe en su obra de 1958 La Condición Humana está recogido de Aristóteles que lo elabora para subrayar la diferencia con la Vita Contemplativa la vida propiamente filosófica de la teoría y casi divina, la vida de la felicidad pura, pero, por otro lado, inalcanzable para los hombres. Como ya hemos dicho, la tesis propiamente filosófica de Arendt consiste en partir de esta clara distinción aristotélica para entender la inversión que se ha dado en ella a partir de Marx.

 

Si bien el hombre primitivo tenía que cazar y recolectar cada día para sobrevivir, actualmente vivimos en un sistema más complejo en el cual se da un intercambio de nuestra fuerza (física o intelectual) por dinero que, en parte, utilizamos para proveernos de los medios de supervivencia necesarios. En el mundo moderno se mezcla el trabajo con la producción. La sociedad industrial y capitalista, con su necesidad inmanente de aumentar el consumo más y más, va produciendo cada vez más objetos, que han de durar menos (para poder ser reemplazados cuanto antes) y que por tanto ya no tienen vocación de perennidad ni de facilitar una  identidad (esto lo evita el fenómeno de las modas: la identidad efímera). A la vez, esta sociedad industrial también ha confundido el trabajo con la producción, de manera que han desaparecido (casi por completo) los artesanos y sólo hay obreros más o menos especializados. Un obrero pertenece al mundo del trabajo, ya que lo que hace es intercambiar por dinero (necesario para vivir) su fuerza (física o intelectual) de trabajo. Desde el punto de vista de la producción que cada vez es más anónima, cada obrero de los que forman parte de ella es sólo una pieza de una inmensa maquinaria productora. Los obreros se especializan cada vez más en realizar acciones que, por muy complejas que puedan ser, pierden de vista la totalidad del producto; de esta manera aumenta la productividad de las empresas, pero también la alienación de los trabajadores.

 

También es característico de nuestra sociedad la sobreabundancia de bienes cada vez más superfluos, la durabilidad cada vez menor de los productos fabricados y el incesante aumento de la publicidad para crearnos el sentimiento de necesitarlos.

 

Así tenemos, en primera instancia una confusión entre el trabajo y la producción. Ahora bien, también la acción ha sido plenamente alienada de su sentido original. Para demostrar esto, Arendt muestra la confusión contemporánea entre lo público (o político) y lo social. 

        

La diferencia que se daba en Grecia entre la polis y la familia es la diferencia esencial entre lo público y lo privado. Sin embargo, el mundo contemporáneo, después de Marx, es el inventor de “la sociedad” que es una especie de gran familia administrada desde el Estado en la que se confunde la esfera pública y la privada. El Estado se inmiscuye totalmente en los aspectos privados de la sociedad (violencia de género, estados de ebriedad, cultivo de la salud y de la seguridad, etc.) como si de una familia se tratase. Sin embargo, no hay ningún ámbito fuera de la sociedad en el que todos seamos considerados como “pares”. No lo es la discusión democrática contemporánea puesto que está controlada siempre por el poder económico a través de los medios de comunicación.  En el seno de la sociedad todos actuamos como hijos (aunque sea “hijos rebeldes”) o como padres (que tutelamos las acciones peligrosas de otros ciudadanos). Observemos que esta confusión perpetua constituye la inevitable tentanción totalitaria de la democracia. La esencia del totalitarismo para Arendt es la eliminación de la pluralidad discursiva y eso ocurre precisamente cuando la sociedad se comprende en términos de “familia” y cuando el Estado puede legislar sobre nuestras relaciones íntimas y nuestra vida privada. Ya que en ese caso, toda posible pluralidad discursiva es eliminada de facto al hacer imposible un modo alternativo de vivir.

 

Así pues ya no existe ninguna de las distinciones que marcaron los ámbitos propios de la Vida Activa durante siglos. De esta confusión nace lo que Arendt llama la “alienación del mundo”. El problema del hombre actual es que vive en un mundo que no siente como suyo y que es incapaz de justificar o defender ante sí o ante los suyos, y para empezar, ante sus hijos, con lo que queda coartada de raíz la educación en el sentido fundamental de que toda la tribu educa al niño. La educación se ha convertido en un instrumento más que prepara para el mundo del trabajo y la producción y cuando desde la tecnología de la política se pretende también “educar en valores” todavía se hunde más el sistema en su propia artificialidad: los valores no pueden ser otra cosa que el ejemplo de los padres y tutores que creen en el mundo y lo defienden de la barbarie. Nada de esto es posible en un mundo alienado que ya lleva dentro de sí la barbarie.

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