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Un año antes de la fundación del Jardín por parte de Epicuro, Zenón de Citio fundó la Stoa, que en griego quiere decir “el Pórtico”. Pronto se convertirían en escuelas y doctrinas rivales a pesar de tener mucho en común. Para empezar, los nombres de cada una de ellas no son inocentes: el Jardín predica la separación de la sociedad, y la convivencia en pequeños grupos de amigos, mientras que el Pórtico predica la intervención activa en las cuestiones políticas y la inmersión en la vida social. Obviamente, también estaban dirigidas a grupos sociales diferentes. Si bien el estoicismo predominaba en los ambientes de la alta política del imperio (entre los patricios), llegando a ser profesado por emperadores (Marco Aurelio) y senadores (Séneca), también fue defendido por libertos como Epícteto.

A diferencia de los epicúreos, para los estoicos, el principio determinante de la acción (y por tanto de su valor) no ha de ser el placer o la felicidad, sino la virtud. Es pues ahora el momento de entender qué significa exactamente esta palabra y qué significó.

Solemos entender por virtud (si es que entendemos alguna cosa) algo que suena como a “religioso”, una especie de vida sacrificada por los demás, y por tanto, algo que no parece tener nada que ver con la vida “normal”. Ciertamente, no es éste su significado original ni lo que a partir de ahora vamos a entender por virtud.

EL HÉROE ESTOICO

De hecho, aún quedan expresiones en que utilizamos la palabra virtud en un sentido que no parece tener nada que ver con lo anterior. Decimos que un jugador de fútbol es un “virtuoso del balón” o que un músico es un “virtuoso del violín”. En estas expresiones parece que la virtud es una especie de “excelencia”, el saber hacer algo mejor que la inmensa mayoría de los mortales. Pues bien, este sentido se aproxima mucho más a su significado originario.

Virtud (virtus en latín, que a su vez deriva de vir –hombre varón- y es la versión romana de lo que en griego se llamó areté) tiene este sentido originario de excelencia. La virtud es algo que brilla en sí mismo, que no hace falta señalar porque se muestra de manera evidente a los ojos de todos. Esto significa que, la virtud es el concepto puente que relaciona la moral social con la moral individual, lo que nos pide la sociedad para valorarnos, con lo que queremos y podemos hacer. La virtud está directamente relacionada con aquello que valora la sociedad en un momento histórico y en un lugar determinados, y que, por ello mismo, se convierte en modelo.

Si analizamos cuáles son los modelos de nuestro presente, la conclusión parece ser bastante decepcionante. Lo primero que hay que decir con respecto a nuestra sociedad contemporánea es que hay que diferenciar “lo que se dice que vale” de “lo que vale realmente”. Así, por ejemplo, lo que la sociedad en general (instituciones educativas, mass media, etc) dice explícitamente que vale son actitudes como la solidaridad, la no-violencia, la justicia, la igualdad, los derechos inalienables del individuo, etc. (los valores que promociona la ONU y la DUDH). Sin embargo, los modelos que encontramos socialmente, aquellos que nos venden como triunfadores en los mismos medios de comunicación y la misma sociedad, son otro tipo de gente. Hoy en día el triunfo (la excelencia) es algo muy fácil de ver: es la riqueza y la opulencia. O dicho de otra manera, identificamos la falta de virtud (tradicionalmente vicio) con la pobreza, la miseria. La prueba de fuego es muy fácil de hacer: a la gente le da vergüenza admitir que es pobre o mísera, de la misma manera que le gusta “fardar” del dinero que gana o de lo que posee. De esta manera, vivimos en la sociedad de la apariencia: es muy importante el coche que tengas, la ropa que uses y el barrio donde vivas para que la gente te trate de una manera u otra. Por todo ello, el modelo de virtud real (no lo que se dice que vale, sino lo que vale realmente) está empapado de individualismo, egoismo y, en fin, justamente los valores contrarios a los que se predican.

No estamos diciendo que el modelo social de virtud sea válido para todo el mundo; pero sí que recibimos una presión social en este sentido. Entonces, ¿qué podemos hacer ante la dualidad entre lo que decimos que queremos y lo que queremos de verdad?

Aquí nos puede ayudar entender la virtud como dignidad tal como ya hicieran los estoicos.

El significado de esta concepción, nadie lo expresó mejor que el Che Guevara en aquella famosa cita que aún hoy podemos leer en algunas camisetas y pósters: “Mejor morir de pie que vivir de rodillas”. Esto es algo que, de una manera u otra, se nos diga o no, todos asumimos porque forma parte de nuestros sentimientos más íntimos. Perdemos la dignidad cuando nos dejamos pisar por otro o cuando nos arrastramos por un chupito de whisky y la conservamos en tanto que somos soberanos de nosotros mismos, en tanto que nuestra vida tiene un valor. Efectivamente, la dignidad no es otra cosa que la medida de nuestro valor como seres humanos. Lo contrario es la degradación, humillación, etc.

Los psicólogos hablan de autoestima, es decir de en qué medida nos queremos a nosotros mismos. Es evidente que nuestra autoestima no depende sólo de nosotros ya que la autoestima es sólo el sentimiento interno de nuestro valor, valor que puede ser puesto en duda o incluso vapuleado por otros. Cada uno aprende a quererse a sí mismo en el seno de una familia y los padres son los primeros que contribuyen a aumentar o disminuir nuestra autoestima. Difícilmente se podrá querer aquél que desde pequeño le han hecho saber que es un auténtico desastre, y difícilmente podrá dejarse de amar aquél que ha sido siempre el “rey de la casa”. Pero no nos engañemos, lo ideal no es la máxima autoestima, sino la autoestima correcta, adecuada a lo que somos. El conocimiento que tenemos de nosotros mismos (que puede ser adecuado o inadecuado) es lo que los psicólogos llaman autoconcepto. Pues bien, la autoestima tiene que estar ligada al autoconcepto. La dignidad no consiste en creer que somos los mejores del mundo (creencia que, en la mayoría de los casos conduce directamente al fracaso) sino en estimarnos porque somos nosotros, un ser único e irremplazable, tan valioso como cualquier otro humano.

Fijémosnos en el alto potencial político de la dignidad, expresado en la cita del Che Guevara: Si preferimos morir de pie a vivir de rodillas es que estamos dispuestos a correr el riesgo de sacrificar nuestra propia vida para poder vivirla dignamente, es decir, como humanos (no como objetos de intercambio comercial o como esclavos).

Pero volvamos al estoicismo. Los estoicos entienden la virtud (es decir, la dignidad humana) como el hecho de vivir de acuerdo con la naturaleza. La naturaleza es orden y armonía (sucesión día/noche, estaciones….). De hecho, la naturaleza es concebida en toda la filosofía antigua como una gran organismo (en el cual cada parte desempeña una función) animado por un principio de orden (este principio de vida sería el alma). Kosmos en griego no quiere decir otra cosa que “orden”.

Es por este motivo que el hombre, en tanto que parte inseparable de la naturaleza, debe actuar a imitación de ella, lo cual no tiene otro significado que el de ser sumisos al principio que naturalmente nos rige. Esto significa, en la práctica, el control de las pasiones.

También la palabra pasión ha cambiado mucho su significado a lo largo de la historia, y, sobre todo, por  obra del Romanticismo. Observemos que ahora la relacionamos básicamente con la irresistible atracción hacia algo, es decir como un principio fundamentalmente activo que nos hace desear algo, cuando justamente la pasión es originalmente un principio pasivo como su propio nombre indica. En definitiva, lo que en la antigüedad se entendió por pasión no era otra cosa que el dejarse llevar (sin oponer ningún tipo de resistencia) por los sentimientos y emociones. Esta actitud que el  Romanticismo entendió como algo valioso, nunca fue así anteriormente y, de hecho, todos sabemos, o deberíamos saber que inevitablemente lleva a la autodestrucción: dejarse llevar por la ira, la cólera, el odio (éstas son algunas de las pasiones más comunes) nos conduce irremediablemente a la infelicidad[1]. Por ello la virtud no puede consistir en darles rienda suelta.

 

[1] De hecho, esto suele ser la clave que guía la trama y el ethos de las grandes tragedias griegas o de Shakespeare.

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