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LA PASIÓN Y EL DESEO

Para Platón el hombre se mueve por dos impulsos básicos: los deseos y las pasiones. Los deseos, aquello que más nos acerca a los animales (y que sin embargo, por su plasticidad es algo muy distinto de los impulsos o instintos animales) están relacionados con la naturaleza de nuestro cuerpo: sus impulsos sexuales, su nutrición, etc. Esto es lo que podemos pensar que representa el “caballo negro” en el mito. Por otro lado, también nos mueven las pasiones: el amor, el odio, la gloria, el éxito, la riqueza,....Por último hay un tercer principio en el alma: el conductor o áuriga. Observemos que este último no tiene ninguna fuerza (que sólo tienen los caballos) y su función es la de conducir, guiar el carro lo más alto posible pero en armonía, evitando la ruptura del tronco de caballos. Este tercer principio del alma es la manera platónica de entender la razón: como necesidad de unidad, coherencia y armonía.

Cuando se acusa a Platón de dar una preeminencia absoluta a la razón no hay que olvidar que para él carece de toda fuerza propia y está supeditada tanto a los deseos como a las pasiones que son las verdaderas fuerzas que  nos mueven.

 

Pero lo que nos proponemos aquí es explicar la diferencia entre deseos y pasiones y por qué Platón considera la pasión un principio positivo (que nos ayuda a elevarnos) mientras que considera el deseo un principio negativo (que nos hace arrastrarnos).

 

En primer lugar debemos ver que la diferencia es, a veces muy sutil: mientras que el deseo sexual es simplemente eso: deseo, el amor es una pasión; pero...¿es realmente tan fácil distinguirlos? De la misma manera, mientras que todos los vicios derivados de una excesiva supeditación al cuerpo (como la gula o la promiscuidad) son deseos, la supeditación a aquello que nos permite obtenerlos (el dinero) es ya una pasión.¿Cómo establecer la diferencia y la jerarquía correcta entre ellos?

 

La clave está en entender por deseo toda inclinación o tendencia inmediata a algo. El deseo como tal no es autoconsciente: es un simple impulso que no contiene en él su propio límite: así cuando tenemos mucha hambre tendemos a servirnos más de lo que realmente somos capaces de comer y mucho más de lo que nos conviene comer. Igual ocurre con todo los deseos. La imagen que Platón tiene para el deseo es la del flujo. Los deseos son un flujo inacabable incapaz de refrenarse por él mismo y que sólo conduce a la enfermedad (la gula por ejemplo), a la pobreza (el excesivo lujo) y, en general, a la infelicidad. En esto coincidirá la filosofía de Epicuro. El flujo es lo ilimitado (apeiron, en griego) a lo que sólo desde fuera se le pueden y deben poner límites.

 

Las pasiones, a pesar de ser también una fuerza que, si no se controla, nos puede conducir a las peores desgracias, tiene algo a su favor que no tiene el deseo: la capacidad de sacrificio. Efectivamente, si para mí es muy importante ser el primero en X (triunfar, pasión por el éxito), seré capaz de sacrificarme para conseguirlo. Esto es lo que tiene de bueno la pasión y por ello nos eleva, porque contiene en ella capacidad para el esfuerzo que es fundamental para la virtud. Aquél que no esté dispuesto a sacrificarse por nada es imposible que aspire a la virtud. Sin embargo, si la virtud, con su componente social-comunitario es algo querido en general y admirado, será algo buscado por todos aquellos que quieran triunfar en la vida y aunque no sea querida por sí misma sino por la excelencia y la admiración que la acompaña, quizás no será un buen principio moral, pero si muy útil para la convivencia de la comunidad. Dicho de manera más clara: para la convivencia armónica de una comunidad es fundamental el temor personal al “qué diran” de nuestros actos públicos. Cuando se pierde este reparo, la sociedad está perdida. Esto nos puede hacer reflexionar mucho sobre nuestro presente. Si además de tener “temor” o más bien “respeto” por el “qué dirán”, nos apropiamos de la virtud pública como algo “estimable en sí” y no sólo por el “qué dirán”, entonces aparecerá la virtud en su esplendor moral. Por todo ello las pasiones están representadas por el caballo blanco[1].

 

Por último está la Razón (áuriga), que debe conducir las pasiones con moderación, conjugándolas con el deseo de manera que no se rompa el tronco de caballos y que el resultado sea la aspiración a la perfección.

 

Fijemosnos en que el esquema de fuerzas que mueven el alma puede ser expresado de otra manera más universal, ya que constituye el núcleo de lo que más tarde (en la época moderna, sobre todo con Kant) constituirá el problema de la voluntad. Para que haya algo así como una voluntad son necesarias tres elementos: 1) Deseos o apetitos (todas ellas traducciones posibles de la palabra griega orexis). El deseo, puesto que, en último término siempre lo desea todo, siempre se constituye como un flujo incesante e indeterminado. Ellos constituyen la base de nuestro querer y su satisfacción nos proporciona la felicidad más inmediata. 2) Pero precisamente por su indeterminación (el quererlo todo siempre) necesitan de algo que los determine: hemos de renunciar a algunas cosas para conseguir otras. El logro de la satisfacción de nuestros apetitos muchas veces (de hecho la mayoría) requiere esfuerzo. A esta capacidad de sacrificarse por algo es a lo que llamamos “fuerza de voluntad” y es lo que representa el caballo blanco en el mito platónico. En breve: quien lo quiere todo y es incapaz de hacer el mínimo sacrificio para conseguir nada, tiene todos los números para ser un infeliz. A esto es a lo que llamaremos “principio de determinación de la voluntad”. 3) Por último, nuestra razón ha de mediar entre las dos fuerzas anteriores. Tenemos que decidir qué objetivos son plausibles y cabales y cuáles una locura, y, sobre todo, debemos contemplar en todo momento, como sentimos que va nuestra vida. Si la voluntad es libre es porque la decisión de la razón está por encima de ambas fuerzas y las puede contemplar con una cierta distancia. Cuando hablamos de razón no hablamos de mero cálculo (deliberación), sino que la decisión de los objetivos que son cabales no se puede basar en criterios de simple beneficio o perjuicio, sino que la razón es su propio criterio. Esto es lo que significa que ha de mandar la razón. Cuando ello no ocurre es cuando seguimos criterios externos: ya sea lo que hace todo el mundo, lo que nos han dicho que hay que hacer, etc.

 


 

[1] Esta figura del caballo blanco tiene que ver con el tan reivindicado en nuestra educación “principio de autoridad”, que no hay que confundir con “fuerza”. Cuando, en la educación, hay que utilizar la fuerza, es porque ya ha fracasado la autoridad.

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