Uno de los ejes que con respecto a los cuales se definen las diferentes ideologías políticas es el de la tradición. Si bien la democracia tiene que incluir la libertad de poder poner en tela de juicio la tradición (secularización, progresismo), no hay ninguna sociedad humana (por pequeña que sea) que pueda partir de cero y funcionar sin tradiciones. Por otro lado, la tradición es una de las expresiones de nuestra identidad –incluso individual- en tanto que hablamos una lengua y hemos interiorizado nuestra cultura.
LAS LEYES Y LA TRADICIÓN. CONSERVADURISMO Y PROGRESISMO

Sin embargo es cierto que los antiguos griegos y romanos, la Europa Medieval y todas las culturas no occidentales han venerado siempre la tradición como fuente de autoridad. No por casualidad la palabra “moral” procede del latín mores que no es otra cosa que las “costumbres”, la “tradición”, lo que en nuestros días podríamos llamar la moral social. Esto quiere decir que, en cualquiera de las sociedades mencionadas, la prueba de fuego para una norma es el paso del tiempo. Cuánto más antigua más venerada, de la misma manera que son venerados los antepasados y los ancianos. Sólo las buenas leyes pueden soportar sin alteración el paso del tiempo. Además, las leyes las establecen normalmente los ancianos ,que son aquellos que tienen más experiencia –sabiduría práctica- de la vida (senado y senectud son palabras hermanas en latín).
“¿Por qué se tiene, entonces, tanto respeto a las leyes antiguas?... Debe creerse que sólo la excelencia de las voluntades antiguas ha podido conservarlas tanto tiempo: si el soberano no las hubiese estado considerando constantemente como beneficiosas, las habría revocado mil veces. He aquí por qué, lejos de debilitarse, las leyes adquieren sin cesar una fuerza nueva en todo Estado bien constituido; el prejuicio de la antigüedad las hace cada día más venerables; mientras que allí donde las leyes se debilitan al envejecer, es prueba de que no hay ya poder legislativo y de que el Estado ya no vive”.
Rousseau, El Contrato Social, III, 9
En el Occidente contemporáneo, por el contrario, parece que la antigüedad de una ley es ya signo de su precariedad: lo bueno es lo más nuevo, lo último, el progreso. Seguramente en el fondo de esta identificación hay una confusa extrapolación a la moral del avance tecnológico-científico de la sociedad. Por el momento, digamos simplemente que es “sospechoso” hablar de “progreso moral”, pues el progreso indica una meta bien definida –que, en el caso de la ciencia, es el conocimiento del mundo-, mientras que nuestra sociedad contemporánea, en términos morales, no sabe a dónde se dirige.
Los términos “derecha” e “izquierda” también se refieren a este eje. La izquierda es “progresista” y pretende la racionalización de las leyes y las costumbres al margen de la tradición. Esto quiere decir que creen que las leyes y costumbres tienen que evolucionar y adaptarse siempre a las circunstancias cambiantes de la vida en sociedad (y del progreso científico y tecnológico). En definitiva, son partidarios de que la razón tiene que gobernar la moralidad y la legalidad. La tradición no es válida para ellos en tanto que es representativa de la superstición y de la irracionalidad de las sociedades menos avanzadas. En esto comparten los ideales ilustrados. En definitiva, ser progresista significaría entender la moral como razón histórica, pero en ningún caso suprimir la moral, cosa que ni siquiera sabemos qué querría decir.
Por el contrario, la derecha es “conservadora” de la tradición o incluso “reaccionaria”. En general, creen en la trinidad: tradición, autoridad, religión.
Lo “reaccionario” sería lo más a la derecha posible, ya que pretende una vuelta al pasado. Ahora bien, intentar volver al pasado es peligroso en tanto que la tradición ya no goza de autoridad y sería un gran error de creer que la fuerza puede sustituir la pérdida de autoridad. El s. XX ya nos demostró la falsedad de esta ecuación que se encuentra en el origen de todos los totalitarismos. Lo que sí es cierto es que, en la medida en que la autoridad de la tradición y la costumbre todavía regulan la conducta humana, no es necesario legislar tanto y la organización del Estado pasa a un segundo plano. Sólo cuando todo es discutible es necesario legislar sobre todos los aspectos de la vida humana.