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KANT Y LA MORAL AUTÓNOMA

 

Demostrar la posibilidad de una moral autónoma implica demostrar que la voluntad es independiente del conocimiento. Y por aquí empieza Kant. El significado de esta independencia es que el mero conocimiento de un objeto no me obliga en absoluto a quererlo. La Razón teórica sólo me informa de los medios necesarios para conseguir ciertos fines (razón calculadora o instrumental), pero no de cuáles son los fines deseables. El saber que me harán un consejo de guerra si no me presento a hacer la mili, no me obliga a decidir nada. En todo caso me sentiré obligado por mi apego a la vida, cobardía u otras circunstancias psicológicas que forman parte de eso que llamamos voluntad. Sólo por ello son posibles los “héroes”. Observemos que esto, a su vez, constituye una demostración del Faktum  (un hecho que es una validez) de la libertad. Es más, lo que se nos dice que es sólo desde este presupuesto tiene sentido hablar de la voluntad. Si la libertad fuese sólo una apariencia no tendría sentido discurso alguno sobre la voluntad. Encontramos así en seguida que la libertad es la condición de la posibilidad fundamental del discurso práctico.

 

Otra manera de decir lo mismo es a partir de la definición de libertad que proporciona Kant: es una causalidad empíricamente incondicionada. Esta definición es muy importante porque ya de entrada nos muestra que el mundo natural (para el cual hay el discurso de la ciencia, la Razón teórica) no agota el “todo”. Por ello, podrá mostrar en la KpV cosas tan importantes como que el hombre no pertenece por entero al mundo natural, sino que, en tanto que hace uso de esta libertad, pertenece también a un mundo inteligible (o, en términos estrictos, sobrenatural). Por eso es tan importante el imperativo categórico: porque sólo él nos hace ciudadanos de derecho de ese mundo inteligible. Es decir, la libertad es un noumeno. Sólo si entendemos correctamente el significado de esta libertad que postula Kant, podemos entender todas las implicaciones que ello tendrá en la dialéctica: la inmortalidad del alma, la felicidad del virtuoso y la existencia de Dios. Obviamente, desde un punto de vista “natural” o cognoscitivo negamos estas tres afirmaciones de la dialéctica (o más bien: no las podemos afirmar). Pero no más que el ser de la libertad. Observemos que ya la misma definición de libertad, no tiene sentido desde el punto de vista teórico: es imposible una causalidad no condicionada empíricamente. En el reino de la naturaleza sólo puede haber causalidad empírica. Por ello, admitir la libertad, es admitir lo “sobrenatural” en sentido estricto. Es decir, un mundo inteligible platónico, admitir que el mundo sensible no lo es todo. Por ello, la mera posibilidad de la ley moral, es decir, que mi voluntad se rija por un principio a priori, no empírico, es ya la demostración de la existencia de lo sobrenatural.

 

Si el discurso práctico versa sobre la voluntad, lo primero que hemos de hacer es determinar de qué manera tiene lugar este discurso. La voluntad tiene lugar a través de la acción. Si en el análisis de la razón teórica, Kant identificó el conocimiento con la experiencia y ello tuvo sus consecuencias –marcar los límites de la validez del discurso a través de la dialéctica- aquí ocurrirá algo análogo con la acción. Lo que con ello está diciendo Kant es que lo que cuenta no son las intenciones o motivos que el sujeto práctico se explica a sí mismo, ya que muy bien podría engañarse o ni siquiera plantearse el fin de sus acciones. No podemos decir que los motivos o intenciones sean irrelevantes, puesto que estamos hablando de voluntad, y, por tanto, de una acción racional. La voluntad se propone fines y sólo por ello la acción es racional. Pero la voluntad no tiene por qué ser transparente para el actor.

 

Por ello es fundamental puntualizar, como hace Kant, la diferencia entre la legalidad: cumplir la letra de la ley y la moralidad: cumplir el espíritu de la ley. De la moralidad no puede haber otro motor que la ley misma, ya que cualquier otro motor (deseo, provecho, etc) no es más que coacción a la voluntad. Si la máxima es el principio subjetivo de determinación de la voluntad (y en ella pueden entrar todos estos motores de índole egoísta), la ley es el principio objetivo. La máxima está siempre empíricamente determinada por un placer o un dolor, un objeto deseado o aborrecido, siempre es subjetiva y no puede valer como ley. Mientras que la máxima solo ha de valer para mí, la ley ha de valer para todo el mundo. Por eso Kant afirma que la imposición de la ley moral es la humillación del amor propio. Pero precisamente por eso, porque su motor es negativo (es la ley misma), es justamente la prueba de que la voluntad es libre.

 

Una acción, en tanto que es racional no puede ser un hecho. Que un animal desobedezca nuestras órdenes es sólo un hecho, porque en ello no cabe presuponer fines, intenciones y racionalidad. A los locos, los consideramos como tales porque somos incapaces de interpretar sus actos en términos de voluntad racional. Pero para un ser humano racional hemos de presuponer que su acción es querida (bajo todas las coacciones que se den, que también forman parte de la decisión). Esto implica algo fundamental en Kant y es que la acción racional siempre es universal y como tal ha de ser expresable. Una acción de la voluntad no es otra cosa que una decisión y por ello ha de ser expresable siempre bajo la forma universal: “En las circunstancias A, B, C,...etc, hacer X”. Esto es lo que se llama una máxima. Puede ocurrir de hecho que yo haga cosas diferentes en las mismas circunstancias, porque los seres humanos siempre podemos cambiar de “máxima”, o, en términos menos filosóficos, de “forma de pensar”, incluso si no somos conscientes de ello. Pero en tanto que realmente quiero algo (X), lo quiero porque considero que en las circunstancias expresadas es “lo mejor”. Y este lo “mejor” sólo puede ser formulado en términos universales. Incluso si decimos “lo mejor para mí” debe entenderse “o para cualquier otro en mis circunstancias” y no, “para mí simplemente porque soy yo”.

 

Si la forma de universalidad (que no la universalidad efectiva) es lo que tiene lugar en toda decisión (clave racional de la acción), será esta forma lo que constituya lo a priori de la decisión, es decir, la decisión pura. Se puede querer lo que sea (postulado de libertad) pero sólo bajo la forma de universalidad. Esta forma será lo que constituya el imperativo categórico. Así, este imperativo, puede ser formulado de muchas maneras diferentes, y todas expresan el mismo fondo. Por ejemplo: (1)“Sé libre”, (2)“actúa de tal manera que la máxima de tus acciones pueda ser formulada en términos universales” o (3)“actúa de tal manera que cada persona (o la humanidad) sea un fin en sí mismo y nunca un medio”.

 

Si la formulación (2) es la más clara, nos dedicaremos a explicar la (1) y la (3) de manera que aparezcan como sinónimas. Pero seguramente es previo mostrar si es posible que haya acciones que no puedan ser formuladas en estos términos universales. Efectivamente esto le ocurre a todas las acciones que presuponen el imperativo categórico para incumplirlo y que, por tanto, contienen un elemento de engaño. El ejemplo típico sería el de mentir o engañar. Para que la mentira sea posible ha de ocurrir que el interlocutor crea que le digo la verdad (si no, no lo engañaré) puesto que decir la verdad es la norma. Por ello, mentir no puede ser formulado en términos universales. La supuesta máxima: “en las condiciones A, B, C,...mentir” haría que en esas condiciones nadie creyese a nadie y, por tanto, no habría comunicación posible ni posibilidad alguna de mentir.

 

La Dialéctica

 

De la misma manera que hace Kant respecto a la KrV, es necesario hablar de los límites de la validez del discurso práctico. Y esto es referirse a la dialéctica de la KpV.

 

La cuestión del objeto total (metafísica) referida al discurso práctico sería algo así como la posibilidad de algún objeto total de la voluntad. Es decir, algún objeto que sólo por el hecho de ser conocido debiera ser necesariamente querido. Este será precisamente el límite entre las éticas autónomas y las éticas heterónomas.

 

Para Kant es fundamental el hecho de que ningún contenido es por sí mismo un bien, sino que la voluntad determina lo que es para ella un bien. Esto es el mismo concepto de libertad. Por ello, la determinación necesaria de la voluntad no puede ser ningún fin. La voluntad establece sus propios fines y por lo tanto es independiente de ellos. Pero, ¿podría ocurrir que determinados fines estuvieran necesariamente ligados al imperativo categórico y por eso fueran “fines de la voluntad”? Dicho de otra manera, ¿habría algún fin tal que pudiéramos decir que “toda voluntad determinada por el imperativo categórico ha de quererlo necesariamente?

 

Esta pregunta se puede responder a través del rodeo de la dialéctica. Una decisión es subsumible (igual que las proposiciones cognoscitivas) bajo otra decisión más amplia. Una máxima puede ser subsumida bajo otra máxima. Este es un proceso totalmente análogo al silogístico de la razón cognoscitiva. Aquí también podemos llegar a la idea de un incondicionado u objeto total (de la voluntad en este caso). Esta sería la idea de un Bien (universal) Supremo. Por ello, la virtud es el actuar propiamente por el deber.

 

El objetivo global de una voluntad determinada por el imperativo categórico sería: que al bueno le salgan las cosas bien, o sea que el Santo (o virtuoso) sea Feliz. Esta es sólo una apariencia necesaria. ¿Qué tendría que ocurrir para que esto se diese? Los postulados de la razón pura práctica, o sea los postulados de la religión: Dios, la inmortalidad, la libertad real,...Estos postulados son los necesarios para que fuera pensable la felicidad del Santo.

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