
LIBERTAD POLÍTICA Y LIBERTAD MORAL
La libertad moral la entiende Kant como la posibilidad de decidir (de autodeterminarse, de autogobernarse). Es obvio que esta posibilidad siempre existe, aunque sea para utilizarla en el sentido de nuestra propia negación, del hacernos dependientes de algo. Decimos que lo que no elijo es mi situación, pero en la situación en que me hallo, sí que elijo siempre lo que hago. A esto, lo podríamos llamar libertad humana, para diferenciarla de una hipotética libertad divina en la que pudiese elegir incluso mi situación.
Pues bien, cuando cambiamos la perspectiva hacia la libertad política, el esquema ya no es exactamente así. De entrada, lo que parece obvio, es que cuando hablamos de libertad política estamos hablando de la libertad (tanto individual como colectiva) pero siempre en el marco de una comunidad, es decir, presuponiendo que soy uno entre muchos. A partir de aquí podemos analizar lo que entendemos por situación humana.
De mi situación humana forman parte muchas cosas de las que se pueden dar algunos ejemplos:
a) Mi cuerpo, con su estado de salud, sus defectos etc.
b) Mi familia, mi contexto más próximo
c) Mi cultura, mi manera de pensar, mi lengua, costumbres, arte, etc.
d) Mi ciudad y mi país, las leyes que me rigen.
En estos ejemplos -que no pretenden ser exhaustivos- se evidencia que hay aspectos que sí pueden ser cambiados cuando pienso en un contexto colectivo. Por ejemplo las leyes que me gobiernan o la cultura o educación que se impone. Individualmente puedo hacer poco, pero colectivamente, mi comunidad, es algo que se hace a cada momento: se hacen nuevas leyes y se derogan otras, se adquieren unas costumbres y se pierden otras, se cambian sistemas educativos, etc.
Por ello, a modo de resumen, podríamos decir que, desde un contexto colectivo, mi libertad ya no es tan finita como en una consideración individual, sino un poco más “divina”, hay aspectos de mi situación que sí puedo cambiar. Esta es la libertad política.
Por eso, la libertad política, a diferencia de la moral, no consiste en tomar decisiones en una situación inalterable, sino en fabricar situaciones “elásticas” que provean el máximo de posibilidades para que cada cual pueda hacer todo lo que quiera –en la medida de lo posible- sin tener que pagar un precio por ello.
Así, p.e., dijimos que si alguien me apunta con una pistola, yo puedo decidir obedecerle o no (y ser un héroe). La libertad política consiste, sin embargo, en que esa heroicidad no sea necesaria, en que yo pueda decir lo que pienso sin necesidad de tener que pagar un precio.
La libertad política exige tanto una libertad jurídica (equivalente a pluralidad discursiva), como una libertad fáctica que haga que la anterior sea algo más que una declaración de intenciones. Es decir, debo tener la tranquilidad de que expresar mi opinión no tendrá represalias ni en los tribunales ni en la calle, de que mi identidad será respetada y de que la diferencia entre opiniones sólo se mide con el patrón de la racionalidad, de la argumentación, y de ningún otro como pueda ser la casta, la cuna o la capacidad económica para defenderla.
La libertad fáctica exige la igualdad previa[1]. La libertad sólo se puede dar entre pares. Así, p.e., si no hay igualdad económica, mi opinión no vale lo mismo que la de otro, ya que no concurrimos en igualdad de oportunidades, eso hace que toda apariencia de libertad (de expresión, de pensamiento, …) sea ilusoria.
El concepto aparentemente simple de libertad esconde muchas paradojas. Una de ellas es la de la “seguridad”. Sin seguridad no soy libre –si, p.e., no puedo salir a la calle por miedo-. Pero si mi seguridad implica una vigilancia y control de todas mis acciones, se pierde el ámbito de la privacidad volviendo a confundir lo moral con lo político, desapareciendo la pluralidad discursiva. Este es el funcionamiento típico de los Estados totalitarios. En un país con un policía por ciudadano no habría más libertad. En base a la fuerza necesaria del Estado podremos distinguir entre la actitud de Hobbes y Rousseau frente a la libertad.
LIBERTAD POLÍTICA Y DEMOCRACIA
Una sociedad sin leyes escritas, sólo puede funcionar de dos maneras posibles, o bien alguien (líder) toma el gobierno del grupo, o bien se siguen las costumbres y tradiciones de siempre: se hace lo que siempre se ha hecho.
En los dos casos hay una pérdida substancial de libertad individual. Por el contrario, cuando no vale la tradición ni el liderazgo por sistema, entonces hay que hacer explícitas las reglas del juego y entenderlas como un pacto entre iguales. Esto es lo que debemos entender por democracia en sentido estricto. Observemos que las leyes sólo son necesarias como garantías de los ciudadanos. En un Estado dónde gobierne la pura arbitrariedad (como es el caso de una guerra civil) no hay leyes o éstas no juegan ningún papel.
Dicho de otra manera: las leyes garantizan nuestra libertad (autodeterminación) ya que ponen de manifiesto las reglas del juego iguales para todos. La democracia como sistema de garantías consiste en eso: en la confianza de que las leyes se van a cumplir y no van a cambiar arbitrariamente y por lo tanto sé a qué atenerme. Observemos que con esta primera definición intuitiva de democracia ya ponemos evidencia que no lo es un territorio en el que las leyes puedan cambiar arbitrariamente (para beneficiar o perjudicar a un grupo) o en el que no haya la confianza de que se cumplen.
[1] Esto lo defiende H. Arendt en La Condición Humana cuando habla del mundo de la iniciativa.