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Cuando decimos que una de las misiones que tiene la filosofía es la de analizar el conocimiento, podemos fácilmente caer en el error de pensar que se trataría de analizar el conocimiento como un hecho. Aparentemente el conocimiento es un hecho psicológico que se produce en el cerebro. El hombre es un ente como cualquier otro, sometido la ley universal de causa y efecto. En el conocimiento, las causas son las sensaciones provenientes de objetos externos que impresionan nuestros sentidos y nos permiten percibir la REALIDAD. Esta realidad la conocemos a través de nuestras IDEAS que no tienen por qué asemejarse ni remotamente a cómo son las cosas en sí. Así llegamos rápidamente al escepticismo[1] también de sentido común en nuestra época. No tenemos ni idea de cómo es la realidad en sí, sino sólo de nuestro conocimiento de ella que consideraremos válido mientras funcionen nuestras previsiones respecto a lo que ha de ocurrir.

 

 

[1] ESCEPTICISMO: Corriente filosófica o manera de pensar consistente en afirmar que la realidad no está al alcance del conocimiento humano.

 

El Problema del Conocimiento

Si pensamos el conocimiento como un hecho, es decir, como un proceso natural que se produce en el crecimiento y maduración de cada individuo, o, dicho de otra manera, desde un punto de vista psicológico, está claro que el papel fundamental en el conocimiento lo juegan las ideas, ya que éstas serían el resultado de las generalizaciones que vamos haciendo de todo lo que vemos y entendemos con la ayuda de la comunidad que nos rodea. Esta es una concepción empirista[2] del conocimiento, ya que entiende que las ideas las vamos formando a partir de las sensaciones particulares que observamos, eliminando todo lo que tienen de concreto en un proceso de generalización. Este proceso se llama abstracción. No podemos dejar de lado el hecho de que esta noción vaya ligada a una determinada concepción del mundo según la cual el hombre es un ente más en el mundo y el conocimiento es un hecho causal al igual que el resto de procesos naturales del mundo. En esta concepción, el universal es un producto derivado del ente concreto, que es el único que existe realmente.

 

El análisis filosófico del conocimiento no puede ir por este camino por varios motivos. En primer lugar porque entender el conocimiento como hecho va ligado a un montón de supuestos que no nos podemos permitir. Nos hemos comprometido a abstenernos de cualquier supuesto filosófico que no hayamos demostrado con anterioridad.

Por otro lado analizar el conocimiento como un hecho, no nos dice absolutamente nada acerca de la validez que es precisamente lo que nos interesa desde la filosofía: la diferencia entre un conocimiento que es válido y uno que no lo es. El conocimiento no válido es tan “hecho”, tan real, como el conocimiento no válido. En los dos hay sensaciones.

Sólo desde el punto de vista de la validez se puede explicar la ciencia:  el conocimiento válido y demostrable. Si el conocimiento de la ciencia consistiese sólo en las ideas de los científicos y no en las propiedades reales del ente, entonces no podríamos decir que un matemático “conoce más y mejor” el triángulo, sino simplemente que tiene una idea diferente y así no podríamos hablar de una verdad y una realidad independientes de nuestras creencias.

 

Dicho de otra manera: para que haya “sillas” en el mundo tiene que existir con anterioridad la posibilidad de este concepto. No habría sillas de la misma manera que no hay círculos cuadrados si el concepto fuese contradictorio. Es decir, son los elementos singulares los que existen porque antes hay un concepto universal y objetivo que hace que sean posibles y pensables.
 

En este cuadro de Rembrandt aparece el mito de la caverna invertido: la luz está abajo, la oscuridad arriba.

La epoché y el ente

Como aspirantes a filósofos acabamos de descubrir algo de suma importancia: que en realidad no podemos demostrar la mayoría de las cosas que “creemos conocer”. Estamos en la situación de los esclavos de la caverna. Sólo podemos apelar a la opinión generalizada, que de esta manera se transforma en sentido común. Creemos, en los temas fundamentales, lo mismo que todo el mundo, no sea que seamos considerados como locos. Sin embargo, en este ejercicio filosófico (y sólo en este ejercicio) asumiremos el riesgo de la misma manera que lo hizo Sócrates.

Y recordando a Sócrates y el mito de la Caverna es fundamental que no perdamos de vista en ningún momento para todo lo que sigue que en el conocimiento de la realidad está en juego nuestra libertad. El fundamento de la filosofía es siempre “político”.

Podemos decir que la mayoría de las cosas que supuestamente “conocemos”, simplemente nos las creemos; hay muy pocas de las que realmente no podamos dudar. ¿Qué tenemos que pedir a una afirmación para que deje de ser una simple creencia y pase a ser evidente, es decir, para que pase a constituir conocimiento? Solemos responder: sólo me creeré lo que vea con mis propios ojos. Pues bien, esto que decimos tan alegremente, no lo hacemos de manera habitual. Ahora sí nos proponemos hacerlo de manera tajante. Como aspirantes a filósofos nos propondremos creer sólo en aquello que veamos directamente, en primera persona y sin intermediarios. A esta firme decisión se la llama epoché,  y es una palabra griega (cómo no) que quiere decir exactamente “poner entre paréntesis”. Pero, ¿qué es lo que hay que poner entre paréntesis? Todo, es decir, cada cosa a la que no podamos acceder de manera directa.

A aquello que quede después de este examen a nuestra simple mirada inmediata, lo llamaremos fenómeno. El “fenómeno” no es otra cosa que el aparecer de las cosas que aparecen. Y lo decimos de esta manera tan complicada porque, quizás, las cosas mismas, tal y como creemos conocerlas, no aparezcan. Ejemplo: el cielo

¿Qué es, pues, el fenómeno? Es el ente, la cosa, en la visión inmediata que de ella tenemos. Sin embargo, ya de entrada, en este simple enunciado, observamos un problema y tenemos una primera sorpresa: la cosa misma como tal no aparece nunca. En efecto, cuando yo digo que veo la silla o la montaña, en realidad siempre percibo una perspectiva de ellas. Mi mirada es esencialmente perspectiva, y no hay una visión imaginable que no sea perspectiva. Puesto que nos hemos propuesto hacer un examen riguroso de todo lo que sabemos con la intención de no aceptar nada que no sea evidente, tenemos que reconocer que lo único evidente en nuestra percepción del mundo no son las cosas, sino las perspectivas que de ellas tenemos. Ello no quiere decir que ya no podamos hablar nunca más de las cosas tal y como son. Simplemente ese “tal y como son” comienza a aparecer más enigmático. Por el momento, no nos queda más remedio que asumir que cada ente no puede ser otra cosa que la suma de todas sus perspectivas posibles. Decimos "sus" porque las perspectivas, lo son siempre de la cosa que percibimos. Ahora bien, las perspectivas dependen esencialmente del sujeto que conoce. Aquél que conoce está en un espacio y en un tiempo, en un aquí, un ahora y un “de esta manera”. Esto quiere decir que las perspectivas tienen que ser continuamente comparadas con otras (sean nuestras o de otro) y que el conocimiento de la cosa como “suma de perspectivas” es siempre mejorable. Justamente en eso consistirá la ciencia –el saber seguro y demostrable-, en ir profundizando y aumentando las perspectivas actuales del ente. Si sabemos que el Sol no es tal como podría parecer a una primera mirada ingenua es porque lo hemos mirado de muchas maneras y lo comparamos con otras cosas conocidas. Sabemos que el tamaño aparente de un objeto disminuye con la distancia, por lo que deducimos que el Sol debe ser mucho más grande de lo que parece ser, etc.

EJERCICIO: Reflexiona sobre la famosa frase de Ortega y Gasset: “yo soy yo y mi circunstancia”

El fundamento de la posibilidad de la epoché es el siguiente: no se puede suponer una realidad independiente de todo posible conocimiento, ya que toda realidad tiene que ser realidad para alguien –el conocimiento es pues, esencialmente, perspectivo-. Por ello no tiene sentido hablar de una realidad en sí que, a la vez, no sea realidad para nadie. Realidad no quiere decir otra cosa que “presencia” para alguien. Una observación exenta de prejuicios del fenómeno del conocimiento nos permitirá darnos cuenta de cuáles son las cosas realmente presentes en este conocimiento: las vivencias. Encontramos que las vivencias siempre tienen la marca de ser evidentes: veo de manera evidente esta perspectiva de la mesa, con su forma y sus colores. Que yo “vea” la mesa no quiere decir que la mesa esté ante mí. De entrada podría ser un sueño o una alucinación. Pero es que, además, el conocimiento científico afirma que la mesa es en realidad un conglomerado de átomos en el que predomina el vacío. Sin embargo, lo que es seguro es  que yo la veo. Si la vivencia es una verdad indudable y, por tanto, evidente, los objetos o entes, en cambio son sólo una “suposición necesaria”. Y aquí es necesario tomar en cuenta las dos palabras. Es una suposición, ya que el objeto nunca es un componente o ingrediente de la vivencia. Pero esta suposición no es gratuita ni arbitraria. De ella no se puede prescindir. Por ello decimos que es necesaria: no podemos entender el conocimiento si no es como una unidad del objeto conocido, las vivencias que tenemos del objeto no pueden ser contradictorias entre ellas. Si pasa esto, resolveremos que algunas de ellas eran “sólo” apariencias (alucinación, sueño, error, etc.).

 

Para Husserl[1] el hecho de que una cosa (el ente, la suma de todas las vivencias) no pueda darse nunca en ninguna vivencia posible (ni pensable), en ninguna conciencia en general nos permite sostener una separación radical entre dos esferas: el ser como  vivencia y el ser como cosa, entendiendo la “cosa” como la suma de todas las vivencias referentes a un “algo” determinado.

Las vivencias son inmanentes, la cosa transcendente. Por el momento, y de manera provisional, entenderemos por inmanente todo aquello que se presenta de manera total y directa a nosotros. Su contrario es transcendente: lo que no se presenta directamente ni totalmente (aunque hemos de suponer su existencia). Es decir, mientras las vivencias (inmanentes) tienen lugar en el espacio y en el tiempo y son evidentes, el objeto (transcendente) no es evidente y no es ingrediente de ninguna vivencia, sino, como ya hemos dicho, la síntesis[2] infinita de todas las posibles vivencias perspectivas de él. Es decir, no existe el objeto fuera del espacio o del tiempo, y sin embargo no se puede identificar con un espacio o un tiempo determinado.

La dificultad presente en todo este planteamiento no es otra que el problema central de la filosofía al que estamos dando vueltas constantemente: el problema de la realidad es que es, pero sólo tenemos constancia de ella porque se presenta y, además, su ser no tiene por qué coincidir con este presentarse. La posibilidad de distancia entre el “ser” y el “presentarse” es lo que permite que exista el error o engaño, y también de manera general una apariencia diferente de la esencia[3]. Pero en definitiva, todo “ser” no puede ser otra cosa que “presentarse” reiteradamente y bajo cualquier perspectiva. Es decir, el ser no puede suponer nunca un “salto” por encima del “parecer”, “aparecer” o “presentarse”. Si algo parece oro pero no lo es, sólo será porque después de un cuidadoso examen ya no parecerá oro.

 


 

[1] Edmund Husserl, filósofo alemán 1859-1938, fundador y máximo representante de la Fenomenología.

 

[2] Decimos “síntesis” donde antes hemos dicho “suma”, ya que en realidad es una suma a la que restamos todas aquellas apariencias que demuestran ser falsas: los errores, las alucinaciones, los sueños, etc. Y esto es justamente una síntesis.

 

[3] Llamamos esencia a lo que es el ente en el fondo, es decir, lo que nunca podría faltar al ente para ser lo que es. Todo lo que si podría faltar sin dejar de ser lo que es, se entiende como contingente. Así, forma parte de la esencia de la silla el que sirva para sentarse, y que tenga algún color, pero no el que sea blanca o roja. Esto último sí es contingente.

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