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FUNDAMENTO FILOSÓFICO DE LA LEY

 

Las leyes intentan regular la convivencia humana. Lo primero a aclarar es la relación de las leyes con la libertad, ya que, a primera vista, parecería que las leyes, por el hecho de ir acompañadas de coacciones, eliminan o reducen nuestra libertad. Sin embargo, para un examen más cuidadoso es cierto precisamente lo contrario: lo que hacen las leyes es posibilitar nuestra libertad.

El problema es la confusión, a la que ya estamos acostumbrados, entre libertad y espontaneidad. Si por libertad entendemos “que cada uno haga en cada momento aquello que le place” esto es simplemente imposible por contradictorio: la espontaneidad absoluta de “cada uno” contradice a la de cualquier otro individuo. Esto ya no es posible aunque estuviéramos solos en el mundo, mucho menos en la convivencia común, donde la contradicción es aún más flagrante ya que es imposible realizar todos los deseos de todos los individuos a la vez. Así, mi deseo puede ser el de poseer el coche que tiene mi vecino, pero si se lo robo, atento contra su deseo de mantenerlo. Así pues, las leyes son la superación racional de un estadio anterior a la civilización organizado según la ley natural (la del más fuerte). Y esto es lo que ocurre cuando no hay leyes o no hay una comunidad suficientemente fuerte como para hacerlas cumplir. El caso más destacado son las guerras civiles. En ellas impera la ley del más fuerte (el que va más armado) igual que en la selva. Y todos sabemos que en una guerra civil es dónde menos libre puede ser el hombre, ya que cualquier otro hombre puede eliminarlo con relativa impunidad. A todo esto, hay que recordar que el hacer todo lo posible para sobrevivir no es moral ni inmoral, sino simplemente amoral. La mera subsistencia está por debajo de la moral, es aquello que compartimos con los animales y no tiene nada que ver con el uso de nuestra libertad, ya que para poder ser libres, debemos previamente estar vivos.

Sin embargo, si bien la convivencia humana sin leyes no es una convivencia libre, el sentimiento que tiene el hombre contemporáneo de perder libertad por obra de determinadas leyes, quizás tiene un origen razonable.

MORAL Y DERECHO

MORAL Y DERECHO

Tanto la moral como el derecho son cuerpos normativos que nos indican la conducta adecuada. Sin embargo tienen esferas diferentes: el derecho es el conjunto de leyes (usualmente escritas) juzgadas institucionalmente por un Estado organizado, mientras que la moral es el conjunto de normas (no necesariamente escritas) que constituyen la manera de ser de nuestra comunidad y desobedecerlas comportaría, cuando menos, la vergüenza ante nuestros vecinos. La moral existe en toda sociedad humana mientras que el derecho exige un Estado organizado que lo garantice.

Dicho esto, no es difícil constatar el camino que ha seguido la historia de la civilización occidental, un camino excesivamente acelerado en los últimos años. Si en todas las sociedades históricas lo normal es el absoluto predominio de la legalidad social frente a la legalidad institucional, en nuestra sociedad globalizada tiende a ocurrir, cada vez con mayor celeridad, lo contrario: el hombre (sobre todo el ciudadano) vive aplastado por un montón de leyes innecesarias para asegurar su libertad y que vienen a intentar sustituir la carencia de normas morales respetadas normativizando su responsabilidad y la del Estado. Es decir, el margen del sentido común cada vez es más estrecho.

Según H. Arendt lo que tiene lugar en la sociedad contemporánea es una pérdida de lo privado (aquello en lo que no se puede inmiscuir el estado) paralela a una pérdida de lo público (en donde existe verdadera democracia porque todos somos iguales). En lugar de ello, se ha impuesto la sociedad, es decir, una comunidad entendida como una gran familia, lo que obliga al Estado (al modo del Gran Hermano de Orwell) a supervisar y organizar tanto lo privado como lo público. Esta es la razón última de nuestra reciente pérdida de libertades unida a la pérdida de validez de toda tradición.

Un ejemplo: en el momento en que yo entro en un hospital como paciente, dejo de ser el dueño de mi cuerpo. El estado organiza y supervisa la gestión de mi cuerpo a través de la autoridad con que inviste a los médicos. Inversamente, el médico, en tanto que representante del Estado, está sometido a un estricto protocolo, lo cual limita sensiblemente su libertad personal y profesional. En vez de encontrarse dos personas en una relación de paridad, se establece una relación protocolizada y totalmente normativizada donde cualquier indicio de libertad es castigado por el Estado. La máxima de todos los protocolos es la de correr el mínimo riesgo, aunque ello suponga inmensas servidumbres. El problema es que el ciudadano, considerado como ignorante, no tiene el derecho de decidir sobre el riesgo que quiere asumir. El protocolo seguido en los partos y, en concreto, a la hora de tomar una decisión como por ejemplo, la de efectuar una cesárea es un buen ejemplo de ello.

A modo de conclusión sobre esta cuestión tratada aquí sólo de manera colateral, debemos decir que el exceso de reglas y normativas va ligado a la pérdida del sentido común como regla universal de conducta. De alguna manera, el Estado trata a los ciudadanos como a sus hijos (menores de edad), les prohíbe todo aquello que les puede dañar y les dice todo aquello que tienen que hacer. La pregunta es si de esta manera la sociedad no se infantiliza a pasos forzados. Siguiendo con el ejemplo anterior: el exceso de protocolos hace que me desresponsabilice totalmente de mi estado de salud, creyendo que mi estado de salud es asunto de los “profesionales del sector” y no asunto mío. No hay que suponer una teoría de la conspiración o algo parecido. A esta situación hemos llegado casi sin darnos cuenta y se puede resumir en una ecuación: la fuerza social de la moral es inversamente proporcional a la cantidad de normas escritas.

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