Una nación es una sociedad determinada, con una cultura propia y, sobre todo, con una identidad colectiva: los lazos culturales e históricos pueden ser más o menos fuertes, pero constituyen una nación sólo aquellas sociedades en que sus ciudadanos se identifican como miembros de un mismo grupo.
Lo más relevante de esta definición es que, como podemos observar, una nación no tiene por qué coincidir con un Estado. Hay Estados plurinacionales, hay naciones oprimidas por otras naciones y hay naciones pluriestatales. Una nación, para serlo, debe tener una historia peculiar y diferenciada dentro de la historia de las civilizaciones. Esto es lo que implica una cultura diferenciada, que se puede concretar después en una lengua propia o una comunidad religiosa, aunque también se refleja en tradiciones, leyes, costumbres y celebraciones. Todo esto hace que los miembros de una determinada nación se reconozcan como tales y por eso podemos hablar de una identidad colectiva: una identificación de quiénes son nuestros compatriotas. Por último, la voluntad de continuar siendo una nación implica la voluntad de una relativa autodeterminación. Este es el punto más problemático, puesto que ni todas las naciones tienen las mismas aspiraciones a la soberanía (como los gitanos o los gallegos en España), ni se puede hablar de soberanía absoluta en el mundo actual.
A diferencia de lo que ocurre con un Estado, una nación no necesita de ningún territorio para existir. Así, el pueblo de Israel pasó muchos años disperso por el mundo y, a pesar de todo, subsistía en esta identificación colectiva como pueblo, en la que jugaba un papel muy importante la religión. Otro caso paradigmático es el de los Estados Unidos de América ya que, como su propio nombre indica, son diferentes Estados (con diferentes legislaciones) que se unen en una sola nación, ya que comparten elementos sustanciales de la cultura como una lengua y unas tradiciones. En el extremo contrario se situarían los Estados plurinacionales. Hay que advertir, sin embargo, que no estamos ante una cuestión matemática: el ser una pequeña nación o formar parte de una nación más grande depende de que se ponga el acento en aquello que nos hace iguales a nuestros vecinos o en aquello que nos diferencia. La diferencia siempre existe, pero no se puede establecer para ella una valoración objetiva. Así, mientras que Cataluña reclama un estatus de nación dentro del Estado español, la Cataluña francesa se siente plenamente identificada con la nación francesa. La diferencia terminológica se suele establecer entre “nación” o “región”.
Los Estados plurinacionales y plurirregionales se pueden organizar territorialmente de maneras diferentes. Cuando el núcleo del poder y la administración del Estado reside en el centro, hablamos de un Estado centralista (como Francia). En estos Estados, hay unos delegados en cada provincia o región que son los encargados de administrar esta zona según las directrices del Estado unitario. El poder va desde el centro hacia la periferia, según un sistema radial. Por el contrario, hay Estados en que el poder está repartido por igual en todas las naciones o regiones que lo componen, y el poder central es sólo expresión del acuerdo de estas diferentes administraciones. En este caso, el poder va de fuera hacia dentro y el Estado se llama federal o confederado (Suiza, Bélgica, Alemania). Entre estos dos extremos hay posibilidades intermedias como la del Reino Unido o España, en que las diferentes regiones tienen un cierto poder decisorio.
Concepto de nación y organización territorial de los Estados

El nacionalismo es una ideología que nace en la época romántica (siglo pasado) en la que se considera la nación (con independencia de si tiene un Estado o no) un objeto de amor inefable. Esta ideología sustentada por un sentimiento de adhesión a lo que nos es propio y nos proporciona identidad, propició en el s. XIX la formación de Estados nacionales como Alemania, Italia y otros como Chequia en el s. XX. Estos sentimiento explica una buena parte de nuestra historia más reciente (por ejemplo las guerras de los Balcanes).
Por otro lado, el despotismo ilustrado, es la época de los Estados fuertes, algunos de los cuales, como Francia, reprimieron y suprimieron con fuerza cualquier diferencia interna, constituyendo una agrupación social homogénea y muy centralista, con las indudables ventajas políticas en la época en que se empieza a tratar del dominio mundial. Los artífices de este Estado fuerte y centralizado, tanto en Francia como en España, son los monarcas de la dinastía de los Borbones (en España, sobre todo, Felipe V).
Lo que debemos tener en cuenta es el uso político que se hace de la palabra “nacionalismo”. En general, todo nacionalista se define por contraposición a otro nacionalista: Así, mientras que los nacionalistas sin Estado propio se quejan de la opresión del Estado que los administra, los que defienden el Estado, usualmente lo hacen identificándolo con la nación. El hecho de que haya nacionalistas inconscientes de su postura –porque identifican la nación con el Estado actual- no los hace menos nacionalistas.
El nacionalismo, en principio, como todo sentimiento, no es ni bueno ni malo. Y el sentimiento de pertenencia a un grupo forma parte de la naturaleza humana. Sin embargo, puede convertirse en un elemento de discriminación cuando va asociado a una nación idealizada: es decir si se divide a los individuos en categorías según su grado de arraigo, pertenencia o ideología. En ese caso aparecen los buenos patriotas y los traidores a la nación. Lógicamente esta manera de pensar no tolera la libertad de expresión en relación con las “cuestiones nacionales” y se acerca más al totalitarismo que a una verdadera democracia.
Como contraposición al sentimiento romántico de pertenencia hay otro sentimiento que sería el de “cosmopolitismo”, es decir, el de ser “ciudadano del mundo”. Esta manera de pensar es tan antigua como el sentimiento de pertenencia y fue expresada por primera vez por los estoicos, siendo más tarde instaurada por el cristianismo. Veamos como ejemplo un fragmento de las conversaciones de Epícteto:
Si es cierto que hay un parentesco entre Dios y los hombres, como dicen los filósofos, ¿qué pueden hacer los hombres sino imitar a Sócrates y no responder nunca a quien les pregunta por su pais: “Soy de Atenas o de Corinto”, sino “Soy un ciudadano del mundo? Si hemos comprendido la organización del universo, si hemos comprendido que “la principal y más importante de todas las cosas, la más universal, es el sistema compuesto por los hombre y Dios, que de El proceden todos los orígenes de todo lo que tiene vida y crecimiento en La Tierra, especialmente los seres racionales, porque ellos solos por naturaleza participan de la sociedad divina, por estar unidos a Dios por la razón”, ¿por qué, entonces no nos hemos de llamar ciudadanos del mundo? Y, ¿por qué, entonces, no nos tenemos que llamar hijos de Dios? ¿Por qué debemos temer los acontecimientos, cualesquiera que sean? En Roma, el parentesco con César o con algún hombre poderoso es suficiente para vivir con seguridad, para estar por encima de todo menosprecio y de todo miedo, y el hecho de tener a Dios por autor, por padre y por protecto, no podrá bastarnos para liberarnos del espanto y del miedo?
Como vemos, en la Epoca Antigua, el cosmopolitismo está íntimamente ligado a la hermandad derivada de ser todos hijos del mismo Dios. Esta idea la explotará más tarde ampliamente el Cristianismo. Por eso, en la época medieval, la verdadera nación será la nación cristiana. Más tarde, el marxismo entenderá que la verdadera hermandad debe darse entre todos los proletarios del mundo, más allá de las naciones-Estado, que es un invento burgués. Por eso los partidos de izquierda, en teoría, y en la medida que son seguidores del legado marxista, deberían ser internacionalistas.
