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NIHILISMO, DEMOCRACIA Y AUTORIDAD

Sólo Nietzsche fue totalmente consciente de las consecuencias de la moral kantiana que él asimila a la figura de un camello (llevando el peso del deber). El problema surge cuando se pregunta por el valor de la vida y se sopesa junto con el valor de la libertad.
 
Es precisamente Kant el que inicia una tradición en que la libertad de la voluntad humana es un valor absoluto (esto es lo que dice el Imperativo Categórico).
 
Pero Nietzsche se da cuenta de que esta voluntad libre no es otra cosa que una negación de la vida misma. Nietzsche niega la libertad ante la vida. Siguiendo la estela de Schopenhauer, entiende la vida como algo mucho más poderoso que cualquiera de nosotros. La vida es un torrente que nos arrastra queramos o no, y poco le importa que la intentemos negar por medio de la razón o los sentimientos que podamos tener en nuestra actitud ante esa fuerza suprema. Lo único inteligente es dejarnos arrastrar por ella y los sentimientos que tengamos ante la vida son sólo nuestra responsabilidad.

Es decir, para Nietzsche, la libertad de “hacer A o B”, aparte de que seguramente no existe –estamos determinados biológicamente por la gran naturaleza- es algo que carece de la más mínima importancia. La libertad realmente relevante es la de sentir de una manera o de otra. Y esto no es nada fácil. No dejarse arrastrar por el nihilismo y responsabilizarse de los propios sentimientos, eso es el superhombre o trashombre (übermensch)

 

Nietzsche plante al posibilidad del eterno retorno de lo mismo a la manera de los experimentos mentales einstenianos. ¿Qué pasaría si la misma vida -cada instante de ella- se repitiese eternamente?

 

Ante ello hay dos posibles reacciones. Pues bien, esta duplicidad es la que guía toda su propuesta moral. Nietzsche llama “superhombre” a aquél que ama el instante lo suficiente como para desear la eterna repetición de lo mismo. Y, por el contrario, es, el último hombre, el ser más despreciable de todos los hombres aquél que no soportaría esta fuerza del ahora.

 

La historia viene de antes. Las posibles reacciones son posibles respuestas ante la formulación nietzscheana fundamental: “Dios ha muerto”. Desde nuestro punto de vista, esta no es una afirmación atea ni agnóstica, sino una tesis fundamental sobre filosofía de la historia.

 

Efectivamente, un ateo simplemente diría que Dios no existe ni ha existido nunca, por lo tanto no puede morir. Un agnóstico se mostraría escéptico sobre la posibilidad de demostrar la existencia o inexistencia de Dios. Sin embargo, lo que dice Nietzsche es otra cosa: “Dios ha muerto”. Esto significa que vivió entre nosotros, tuvo su fuerza, su poder y su reinado, pero ahora ya no lo tiene. Ahora ya no mueve el mundo. Al diagnosticar la muerte de la tradición ya estamos hablando de política.

 

De entrada, el hombre queda perdido y sin Norte en el mundo, puesto que ya no hay nada que nos mueva. Es decir, el hombre inmerso en la vida se encuentra perdido, puesto que ha dejado de tener como referente la otra vida, ya sea como mundo de las ideas o como resurrección de los muertos. Este primer síntoma es lo que Nietzsche denomina nihilismo. El nihilismo es la “nada”, la negación de la vida que ha llevado a cabo la filosofía hasta él. Esta negación se muestra en una falta de sentido de este mundo, a favor de otro inexistente, es decir, de la nada.

 

Esta falta de sentido aparecerá en el existencialismo como náusea o angustia.

 

Para regir la totalidad de nuestra vida por “otra”, de este mundo por “otro”, habría que estar muy seguros de la realidad y validez de ese otro mundo, de esa otra vida. Pero esto ya no es así. Y eso es sólo una constatación. Como aquél frenético que con una linterna se puso a buscar a Dios en medio del día, no encontramos la certeza que haría de nuestra existencia un acontecimiento feliz (El Loco, La Gaya Ciencia).

 

Seguramente el error ya viene de mucho antes, en la misma búsqueda de la certeza o en la primera demostración de la existencia de Dios. Cuando uno busca algo es porque empieza a sospechar que no está aquí, de manera inmediata, al alcance (vid. Historia de un Error, El Crepúsculo de los Ídolos).

 

Sea lo que sea, el caso es que ésa es nuestra situación. Y ahora hay dos posibilidades, asumirla con propiedad o simular que no lo sabemos, que no lo entendemos o que no nos importa. Esta última es la mezquina actitud del último hombre.

 

Pero asumir la muerte de Dios es asumir la validez infinita del instante. Esto nos lleva a una concepción del tiempo (y de la muerte) radicalmente diferente. Si cada uno de mis instantes debe justificarse en sí mismo, mi manera de vivir debe ser como si el tiempo no se acabase nunca, como si el futuro y el pasado me fuesen indiferentes, como si sólo existiese el ahora –para no perderme nada de él.

 

La voluntad de poder significa, ya desde el albor de la modernidad, que la verdad no es contemplación, sino que el conocimiento es dominio, y sólo es aquello que puede ser producido (como vio Marx). Por eso la ciencia es sólo tecnología.

 

Todo esto sólo puede ser entendido desde otra tabla de valores en que la VIDA (lo dinonisíaco de la primera obra de Nietzsche) ocupa el primer plano y es lo único que todo lo puede justificar. El conocimiento, el saber, la verdad, sólo tienen sentido y justificación como algo que sirve para acrecentar la vida (y eso es la voluntad de poder: la célula que se automultiplica). Si entendemos así la moral, nos sale una tabla de valores diferente a la que hemos asumido hasta el momento. O quizás la misma, pero vista de otra manera.

La muerte de Dios y sus consecuencias políticas: LIBERTAD Y AUTORIDAD

 

Dios ha muerto, y con él, toda autoridad. Ahora sólo nos queda la fuerza[1]. Sólo el análisis de la frase anterior nos llevaría una vida. Pero esto es lo que vemos, adónde se dirige el mundo. Las noticias, cada vez más son agresiones a médicos, a árbitros, a profesores, a padres, a ancianos y a niños. Coches que atropellan y huyen, etc. En América compran armas, conscientes de que la única ley imperante es la ley del más fuerte (Bowling for Columbine). El sistema sociopolítico intenta educar dando palos de ciego y propiciando la irresponsabilidad (La Naranja Mecánica).

 

Si ha muerto la autoridad, ¿para qué perder más tiempo hablando de moral? Lo único que nos obliga es la fuerza exterior, la compulsión física. La moral, como sistema de normas socialmente aceptado, ha muerto. Ya nadie se lo cree. Y todos sabemos que los más crueles asesinos y violadores no irán al infierno. Ahí quedarán los crímenes. Ser criminal o no: la diferencia sólo estará en este mundo (el único que hay): de aquí el eterno retorno.

 

Lo que estamos haciendo hasta el momento es aferrarnos como podemos a la autoridad o a la libertad (según nos convenga), pero sin ser coherentes. El gran culpable es Kant, que apuesta por la moralidad interior, los “principios”, o el liberalismo, que apuestan por una pluralidad de discursos. Pero si la libertad de pensamiento se convierte en el principio absoluto de la moral, el único límite es la fuerza, la necesidad, lo insalvable.

 

Y lo único que podemos oponer es que no nos gusta el mundo tal como es. Sólo motivos estéticos. Peor para nosotros. Nada podemos contra la fuerza imparable de la Historia. Hubo un tiempo en que sí valía la autoridad. Sería interesante saber por qué dejo de valer.

 

 


 

[1] H. Arendt vio claro que la confusión de la fuerza con la autoridad ha sido el error más grave de la derecha política contemporánea. No ha resuelto nada, sino que ha empeorado las cosas. Esto también está ocurriendo desde hace tiempo en el sistema educativo.

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